El ahorro y la corrección política nos llevará a comer m ...
Vivir en la capital de España nunca ha sido fácil, excepto
en ciertos tiempos y para algunas personas; y aún así, salir a la calle ha
supuesto siempre un ejercicio de paciencia y autocontrol.
Algo de esto me ha pasado estos últimos días. Ayer, por
ejemplo me acerqué a mi querido pero no siempre bien cuidado coche a ver si
estaba entero, porque temo por los rayones y los espejos. Iba a colocarle una
batería recién comprada, como un nuevo corazón que lo despertase del largo
sueño de diez días sin energía.
Pero al llegar, vi que le habían arrancado los tapacubos
traseros, con tal saña que se llevaron el plomillo de una de las ruedas.
Sentí en la fealdad desnuda de sus llantas, negras y
sucias, la misma sensación que leyendo
el Príncipe Feliz de Wilde, cuando era poco a poco despojado de sus joyas y
hojas de oro por su amada golondrina, sólo que esta vez fueron los cuervos los
saqueadores.
Un poco más allá salía de su casa un tipo con su perra sin
atar, la cuál se despatarró sobre el asfalto y vertió sus escurrajas sobre el
negro alquitrán, corriendo calle abajo en un reguero interminable. El susodicho
sujeto, a la sazón un trabajador “normal” por su atuendo, no prestó atención,
de tan “normal” que lo veía. Porque realmente le importaba tres cojones lo que yo
opinara.
Y otra más: la semana pasada, sin ir mucho más allá, mi
admirado panadero llevaba suelto a su carísimo can y le dejó miccionar sobre
las ruedas de un lujoso coche aparcado. También un ejercicio de civismo
extremo, porque él mismo no se bajó los pantalones; algo que sí hacen los
suramericanos –no seré cínicamente correcto- de mi calle, sin girarse siquiera
de cara a la pared, apestando a cerveza y hablando en una jerga tan
incomprensible como sus actos.
La basura se ha adueñado de la calle, los olores de las
alcantarillas se escapan por los orificios de las tapas. Hasta el desagüe de mi
casa apesta, tal vez por la dejadez de los colectores, porque estoy harto de
limpiar las tuberías.
Las ratas han hecho su aparición, atropelladas por los
coches, y a las vivas se las intuye.
No es sorprendente que el Ayuntamiento apeste cuando lo
hacen las propias entrañas de la ciudad.
¡Baldea ya de una puta vez las alcantarillas y el consistorio, Botella!
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