domingo, 9 de marzo de 2014

La experiencia de una apnea interminable

O la historia del centollo perenne


Estando cierto año de vacaciones en la bocana del puerto de Tenerife, rodeado de manchas de grasa indisoluble y petroleros foráneos, me decidí por recoger un enorme centollo a doce metros de profundidad, sin respirador, y con unas simples gafas de buceo de goma blanda, de esas de oteador de superficie, vamos.

Lo había visto anteriormente en mis zambullidas desde una pasarela alta de embarque, a través de la inexplicablemente cristalina agua, sobre la que se derramaba un sol de julio que daba hasta para apreciar el color del fondo.

Allí estaba, inmóvil, imponente, entre verdosos vegetales con forma de cinta, moviéndose como una araña acorazada y rosa … o mejor, como un carro de combate gay.

El caso es que mis tensados músculos y mi enorme capacidad atlética y pulmonar de la época me obligaban a probar semejante carcasa a cada poco. Me sentía omnipotente, y hasta entonces había maltratado los tendones en variados deportes en los que hace falta una complexión especial y no mi físico polivalente.

Era un trofeo anhelado, al que nadie, secretamente, habría deseado llegar por imposible.

Johnny Bravo
Por aquel entonces –y aún ahora- era capaz de bucear 25 metros en horizontal desde parado. Así que llegar hasta él era una marca ridícula. ¿Qué eran 12 metros en vertical, sino una minucia para un tío como yo, el Johnny Bravo de La Meseta?

Realicé una perfecta zambullida de pelícano en misil, sin gafas u otras ayudas, en la que alcancé la espectacular profundidad de cinco metros con asombrosa facilidad. La tensión del momento me hizo avanzar algo más con esfuerzo … pero mi corazón palpitaba demasiado, emocionado, mientras alargaba la mano y vislumbraba mi presa un poco más abajo, a tan sólo una estirada de brazo …

Necesitaba tranquilizarme, y con tan sólo unas gafas y unas aletas, bajaría en apnea, recuperaría mi tesoro y saldría saludando brazo en alto sin apenas un jadeo.

Pensaba incluso en el momento de emerger, con mi flequillo obtuso y aclarado por la sal y el sol de semanas, ocupándome la cara. El trofeo con la derecha, el flequillo con la izquierda, y una sonrisa en los amoratados labios.

Me calcé unas rígidas y cortas aletas Nimrod, de esas para campeones con gemelos desmesurados y mis gafas de pescador de superficie.

Desde parado, como a mí me gusta, realizando el ensayo de inspiraciones y espiraciones, acometí el salvaje intento, sin entrenamiento previo alguno, sólo con mi cerebro, como la caldera de vapor rugiente de un tren alimentando la olla exprés que era mi cuerpo.


Mis animosas, cortas y potentes zancadas marineras me llevaron como un fuera borda hacia el fondo, mientras la opresión en el pecho me sacaba el sentido del cuerpo y casi de repente mis gafas se aplastaron contra mi nariz, contra mi cara, de una manera tan espantosa, a la vez que me pitaban los oídos, que creí que un pulpo gigante se me había pegado a la cara.

Asustado por la extrema circunstancia, puse lenta y nerviosamente rumbo a la superficie, una experiencia interminable, mientras me daba cuenta de que me faltaría el aire para llegar y posiblemente moriría a menos de un metro de la superficie, donde nadie se percataría excepto de un cuerpo con aletas que miraba hacia el fondo, obnubilado, hechizado por el gran centollo, que una vez más, había salvado la vida.



Fotos: Internet

Primera publicación 24/02/2008