Estando cierto año de vacaciones en la bocana del puerto de Tenerife,
rodeado de manchas de grasa indisoluble y petroleros foráneos, me decidí
por recoger un enorme centollo a doce metros de profundidad, sin respirador, y
con unas simples gafas de buceo de goma blanda, de esas de oteador de superficie,
vamos.
Lo había visto anteriormente en mis zambullidas desde una pasarela alta de
embarque, a través de la inexplicablemente cristalina agua, sobre la que se
derramaba un sol de julio que daba hasta para apreciar el color del fondo.
Allí estaba, inmóvil, imponente, entre verdosos vegetales con forma de
cinta, moviéndose como una araña acorazada y rosa … o mejor, como un carro de
combate gay.
El caso es que mis tensados músculos y mi enorme capacidad atlética y
pulmonar de la época me obligaban a probar semejante carcasa a cada poco. Me
sentía omnipotente, y hasta entonces había maltratado los tendones en variados
deportes en los que hace falta una complexión especial y no mi físico
polivalente.
Era un trofeo anhelado, al que nadie, secretamente, habría deseado llegar
por imposible.
Johnny Bravo |
Por aquel entonces –y aún ahora- era capaz de bucear 25 metros en
horizontal desde parado. Así que llegar hasta él era una marca ridícula. ¿Qué
eran 12 metros en vertical, sino una minucia para un tío como yo, el Johnny
Bravo de La Meseta?
Realicé una perfecta zambullida de pelícano en misil, sin gafas u otras
ayudas, en la que alcancé la espectacular profundidad de cinco metros con
asombrosa facilidad. La tensión del momento me hizo avanzar algo más con
esfuerzo … pero mi corazón palpitaba demasiado, emocionado, mientras alargaba
la mano y vislumbraba mi presa un poco más abajo, a tan sólo una estirada de
brazo …
Necesitaba tranquilizarme, y con tan sólo unas gafas y unas aletas, bajaría
en apnea, recuperaría mi tesoro y saldría saludando brazo en alto sin apenas un
jadeo.
Pensaba incluso en el momento de emerger, con mi flequillo obtuso y
aclarado por la sal y el sol de semanas, ocupándome la cara. El trofeo con la
derecha, el flequillo con la izquierda, y una sonrisa en los amoratados labios.
Me calcé unas rígidas y cortas aletas Nimrod, de esas para campeones con
gemelos desmesurados y mis gafas de pescador de superficie.
Desde parado, como a mí me gusta, realizando el ensayo de inspiraciones y
espiraciones, acometí el salvaje intento, sin entrenamiento previo alguno, sólo
con mi cerebro, como la caldera de vapor rugiente de un tren alimentando
la olla exprés que era mi cuerpo.
Mis animosas, cortas y potentes zancadas marineras me llevaron como un
fuera borda hacia el fondo, mientras la opresión en el pecho me sacaba el
sentido del cuerpo y casi de repente mis gafas se aplastaron contra mi nariz,
contra mi cara, de una manera tan espantosa, a la vez que me pitaban los oídos,
que creí que un pulpo gigante se me había pegado a la cara.
Asustado por la extrema circunstancia, puse lenta y nerviosamente rumbo a
la superficie, una experiencia interminable, mientras me daba cuenta de que me faltaría el aire para llegar y
posiblemente moriría a menos de un metro de la superficie, donde nadie se
percataría excepto de un cuerpo con aletas que miraba hacia el fondo,
obnubilado, hechizado por el gran centollo, que una vez más, había salvado la
vida.
Fotos: Internet
Primera publicación 24/02/2008