En la foto se ve un papelucho arrugado que perteneció a un sabroso Kinder Bueno, degustado por algún turista o residente mientras disfrutaba de la bella y soleada Plaza de Oriente.
Pero como todo se acaba, decidió que ese envoltorio, ya pringoso por el calor derretidor, debía abandonar su mano; pero hete aquí que no encontró una papelera más cercana de 20 m, a la misma vuelta, oiga, y sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo, con la pena que le daba ensuciar el pulcro suelo, lo instaló entre las ramas de una cupresácea, así, por no dejarlo por los suelos, que es persona civilizada.
En cierta ocasión y cierto año, en un paraje bellísimo, montaraz y cuasi remoto de Castilla y León, a los pies de una formidable catarata, descubrí entre las rocas feraces y vegetales un hueco lleno de latas de coa-cola, como un cementerio de elefantes altamirano, donde los jóvenes que hasta allí llegaban, atléticos y amantes de la natura, depositaron sus envases por no cargar con las latas de vuelta y, claro, no era plan, tampoco depositarlas en el suelo, cuán bello era el paisaje. Así, con toda su carga de timidez, las escondieron de la vista, escamoteándolas también de la oxidación, lo que las llevó a perdurar en su juventud más de 10 años, a tenor de los modelos de laterío exhibidos.
Y qué peor que la descortesía, la exibición de su ultracivismo.