viernes, 7 de agosto de 2015

El chorizo, un símbolo nacional truculento

Chorizo Palcarsa, joer, qué asco.
¿Por qué a los ladrones los llaman chorizos?

“El chorizo de mi pueblo es lo mejor del mundo” es una frase tan extendida y defendida ad náuseam que me asalta cada vez que preparo macarrones con un chorizo malo.

En mis excursiones norte y centroeuropeas he visto en los supermercados un aceptable chorizo hecho en Alemania que está a medio camino entre el salami y la sobrasada.

Esta vez también, los miopes y poco preparados pequeños empresarios del sector alimentario español se están dejando comer el terreno. Pero ¿por qué? 

De un tiempo a esta parte proliferan los chorizos con menos aditivos, pero con unos pegotes de grasa irreductibles en crudo que se te encajan entre las muelas y atascan las arterias y la paciencia. Los chorizos de los supermercados son hoy hechos por chorizos. Dentro de la tripa se expresan en sus ambiciones y ansias de engañar para sacar réditos.

Aún a sabiendas de la doble etimología de la palabra, jugaremos con la misma, con el descaro de los fabricantes de embutidos con pimentón.

Poseo una buena colección de cuchillos afilados, que me permiten sacar lonchas transparentes de un buen lomo, hasta para poder apagar una vela de un soplido a través de ellas. Pero con el chorizo son incapaces de hacer un 10% de rodajas comestibles, plenas como están de grumos de grasas y otras piltrafas sólidas, como cartílagos y restos vergonzantes.

Macarrones con chorizo indeterminado. Fuente: Internet
Esto me ha ocurrido con chorizos de todas clases, de Toledo, de Segovia, de La Rioja, ..., desde el de Mercadona hasta el Palacios, antes tan aceptable. Pero hasta hoy, por indignación, no me había sentado a escribir sobre ello.

El chorizo Palcarsa, hecho en León, una tierra de afamados chorizos pero sin justificación alguna, llegó a mi casa de la mano del Carrefour de Cuatro Caminos.

Cuando corto chorizo para los macarrones tengo la insana costumbre de comer un poco de chorizo crudo antes de echarlo a la sartén. Recuerdo los bocadillos de chorizo de antaño, tal vez el pan ayudara a la molienda de las grasas, pero era comestible y apetitoso.

Pero la semana pasada mordí un pedazo de hueso o cartílago del susodicho y detestable embutido Palcarsa que casi se lleva por delante uno de mis premolares. Realmente estoy hasta los huevos de los chorizos de todas clases. 

Cuando lo eché al infierno de la sartén vi como su grasa se reblandecía, pero pensaba en qué clase de bomba de mierda me estaría echando a las venas. Me imaginaba las paredes de mis arterias revestidas de pegotes grasientos, que una vez dentro de mi cuerpo, a 37 ºC, recobrarían la densidad original que tenían en el cerdo. Pensaba también en los estafadores que embuten cualquier cosa dentro de una tripa animal, sin pensar en el consumidor final, sino en llenar sus bolsillos y ajustarse a las dictaduras de los intermediarios.

Me venía a la cabeza la segunda acepción de la palabra chorizo: ladrón, y también la impresionada lectura de “La enzima prodigiosa” de Hiromi Shinya, donde abomina de las grasas de vaca, cerdo y pollo por ser animales de mayor temperatura corporal que la nuestra, y que por consiguiente esa grasa se disuelve mal en nuestro cuerpo.

El chorizo, un símbolo gastronómico “tan nuestro” debería ser regulado por el Estado como el jamón ibérico, por salud y para evitar estafas como la presente. 

Además, debería protegerse esa palabra y favorecer la exportación para evitar que otros hagan mejores chorizos y los vendan.

Y en cuanto al fuet, ídem de ídem.

Tomen nota, choricillos de tres al cuarto.






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