sábado, 24 de noviembre de 2018

Relatos de terror y whisky

La vida de cenizo de Edgar Poe no comienza cuando mueren sus padres, sino cuando lo cósmico los juntó para reproducirse y engendrar a un niño que trascenderá en la literatura, el cine, el teatro y la música, y que acabaría muriendo por la pestilencia del alcoholismo.

El cariño de su madre adoptiva y su educación en buenos colegios fueron sus mayores baluartes frente a la adversidad, pues incluso su adolescente esposa moriría de tuberculosis pocos años después de casarse.

Lo sombrío de su literatura no es sólo una pose, sino una raigambre definitoria, bien armada, elegante, sofisticada y de indudable belleza formal; aunque a veces pueda resultar fatua, cargante, engreída y tan superficial que aburre por carente de contenido.

En el cuento es un maestro de maestros, un escritor maldito tocado con el don de la pluma, tan venerado en Estados Unidos que el horror que impregna su sociedad le debe mucho a él, o tal vez lo produjo como una excrecencia.

El cuervo, en una noche pavorosa, inquieto, golpeteó con sus alas azabache los cristales de mi ventanal, empañado por el hervor de una sopa de noviembre. 

Ayer, en un café literario, me bebí el amontillado que nunca probó el hijo de puta Fortunato, encadenado en una cava mohosa con el aire viciado, exánime por la falta del nutriente vital devorado por una antorcha vacilante.

Las voces del vengativo Montresor y del desdichado Fortunato aún resuenan en mi cavidad craneana como la gota torturante escurrida de una estalagmita.

El vaivén prosódico del actor lector de Montresor tenía el aire aristocrático y desdeñoso de un viejo masón perverso, que es capaz de mostrar la herramienta del crimen a su víctima sin que se aterre. El lector de Fortunato, por su parte, engendró una voz chillona y ratonil, miserable. Tan patética y ruin que los chasquidos de su lengua paladeando el inexistente amontillado lo convertían en un ser prescindible, defenestrable, emparedable, ….

El impacto de la narración se multiplicó en mi mente por la afición desmedida que tengo a ese fino complejo, oxidado, con fragante olor a avellanas, que te devuelve el gusto a maderas envinadas en cava antigua … y me transportó a los sótanos lóbregos y llenos de filtraciones de Aranda de Duero, donde se vinifica mi caldo favorito, mi sopa austera y rubí de todas las estaciones.

Decir tengo, que no había más que rioja detrás de la barra, por lo que mi teatral compañero espectador y yo optamos por hacer un homenaje al poeta y acompañar la dicción con un par de cargados whiskeys escoceses de pocos años.

Lo que vino después fueron relatos huecos en una atmósfera absorta, donde resonaron las copas de nuevo con casi tres dedos de vodka sueco, para continuar con la noche en una sidrería asturiana con escanciados precisos desde la longitud de un brazo más que largo. Y así me contuve, hasta hoy.


23 de noviembre de 2018
Último día de otoño con luna llena
Café María Pandora
Pza. Gabriel Miró, 1
Madrid