lunes, 25 de febrero de 2013

Cuando Fassbinder eructó en la cafetería.



Crítica a El Café,

de R. W. Fassbinder


El antiteatro, esa forma destructiva de teatralizar y atacar al espectador, se presentó brutal y descarada en el ensayo público de El Café, una revisión de Rainer Werner Fassbinder sobre la obra cómica de Goldoni (1707-93).

La acción transcurre en Venecia, en un 68 berlinés, y toma las formas filosóficas alemanas heredadas de un Pirandello que sentó las bases de poner en duda las identidades de los sujetos y hasta la idea misma del teatro. Hoy Fassbinder se inspira en otro italiano –Goldoni- para realizar un ejercicio de circo y comicidad donde los actores son máscaras exageradas de personajes arquetípicos, pero amontonados en un café-casino como si fuera un zoo desnaturalizado y artificioso.

El café virtuoso de Goldoni, donde se habla, y su contrapunto el casino, donde uno se corrompe, son sublimados y amalgamados en un solo espacio, pero donde el casino es mucho más protagonista, tal vez por la atracción de Fassbinder por la vida disoluta y noctámbula.

Esta última obra de teatro, antes de dedicarse al cine, dio carpetazo a su antiteater, un taller de experimentación que entre 1968 y 1971 aglutinó intérpretes hasta de la talla de Hanna Schygulla.

Dan Jemmett es el director inglés de esta obra infumable, de un trabajo intenso realizado por actores de gran capacidad y talento, pero cuyo resultado, bajo su dirección, inquieta y es una bofetada a la inteligencia.

Durante toda la obra se dan puntadas sin hilo. Los actores conversan entre ellos pero no se miran, dirigiendo sus ojos hacia el espectador, pero sin establecer interacción alguna. Hay vacíos constantes e intencionados.

El decorado lo constituyen 7 máquinas tragaperras, donde los actores juegan dando la espalda a la platea, y una jukebox maravillosa, que emite melodías americanas de los años 50.


Demasiadas sensaciones para un solo cuerpo


La desazón durante toda la obra y al final de la misma, con un final trágico que sorprende por lo estridente y hasta por su incongruencia, sólo se explica por la posible génesis de la obra: “Fassbinder trabajaba muy rápido, se aislaba durante una semana, se drogaba y escribía como le salía” apunta el director.

Esta circunstancia sólo la he conocido después de ver la obra, pero casa perfectamente con mi apreciación ante mi compañero de butaca, tan perplejo como yo ante lo experimentado.

Esta obra es, sin duda, un ejercicio de desperdicio de talento y energías, de despilfarro de tiempo y de algunos dineros; pero también es un veneno intravenoso que perjudica la percepción del teatro y del arte en su totalidad. Y lo es sobre todo por su ausencia de mensaje.

Sé que hay amantes del antiarte y lo consideran arte per sé, pero lo mismo que la muerte no es vida, el antiteatro no es teatro, sino una muestra desesperada y descarnada de las angustias de sus autores para obtener una catarsis que los libere; algo así como la visión de una pornografía sórdida que se ve por necesidad perentoria, pero de la que se arrepiente uno después con un rictus de amargura en los labios.

Y después de esto, Fassbinder se dedicó al cine.




Estreno el 27 de febrero de 2013 en el Teatro La Abadía, Madrid






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